En el devenir de la vida de una mujer (como de un hombre) cada tiempo se cae un mito, una gran amistad, un módelo a seguir, una idealización, o una creencia al respecto de la naturaleza de una persona.
Amistades perduran toda la vida, e incluso crecen y maduran contigo, se adaptan y moldean a los cambios de tu vida, y de la vida del amigo. Esas, son las que se pueden contar con los dedos de una mano, quizá con suerte, de dos manos.
El resto de personas van y vienen. Incluso parte de la familia -que no es mi caso, en cuanto a la familia inmediata se refiere, ojo- te demuestran con el paso del tiempo que no era amor, sino interés, lo que les movía a ayudarte. El interés no es económico necesariamente, puedes serles útil de muchas formas; pero en cuanto dejas de serlo, adiós muy buenas.
Amigas y amigos, que te regalaban los oídos, te decían lo buena que eras, y lo pregonaban a los cuatro vientos. Después en cuanto sacaban lo que necesitaban, demostrabas ser contraria a sus ideas, o les enturbiabas el camino hacía nuevos objetivos… De repente te convertías en un pesado lastre.
Yo he vivido en mis años de vida, así a grosso modo, unas diez situaciones como esa. Me pareció que se me caía el mundo encima, que jamás podría volver a encontrar a alguien como esa persona; o a menudo, que nunca podría volver a confiar en nadie. Pero como buena «persona humana» -siempre me ha hecho reír esta expresión, volvía a tropezar en la misma piedra.
El mito, la idealización de esas personas hacían temblar mi suelo y mi esperanza en el ser humano.
Y yo, que hasta hace bien poco, me consideraba menos que el resto por la enfermedad que me lastraba -ahora solo me estorba, jamás permito que me impida nada- que me fallara una persona importante para mí, me hacía caer de nuevo en la idea -errónea- de que era porque no lo merecía.
También están los amigos que lo fueron y que el devenir de los caminos te separan; pero cuando un sendero hace que os reunáis parece que no haya pasado el tiempo. A ellos, como a los del día a día, gracias por estar siempre.
A los que me consideran un lastre, me llaman pesada, o mentirosa, o una lata, o de ideas con las que no pueden comulgar; o que piensan que no me comporto como ellos pretendían; o a los que me mienten; a los que me regalan los oídos con mentiras piadosas… A todos vosotros os pido encarecidamente: que os vayáis con viento fresco, que paso de mitos. Que no os necesito para buscar la felicidad, para vivir la vida.
Soy Maribel, tengo multitud de defectos; pero al menos las mismas virtudes.
Quiero con locura a mi familia, a mi marido y a mis dos ángeles; a mis padres y a mi hermana…, a mis sobrinos, y a la mayoría de mis tíos y primos. Mi familia política… pues como el nombre indica, también la quiero, aunque a menudo haya de ser políticamente correcta. Y a mi familia elegida: a los amigos de verdad.
Yo cuando quiero lo doy todo; y a quien quiero bien lo sabe.
Pero señores, ¿saben qué? Que la vida es hoy, y que los males de antaño se los llevó la marea, o las nubes de tormenta, el viento.
Que a los que me hagan daño, no dejaré que hagan temblar mi suelo. Los mitos se acabaron. Nadie es tan bueno como para mitificarlo.
Todos, por mucho que los amemos tienen defectos y virtudes; y eso los hace grandes, eso los humaniza. Mitificar es ver solo lo bueno, y por eso el bofetón es tan grande.
Mi nueva ruta de vida empieza por intentar no juzgar a nadie. Si alguien hace algo sus razones tendrá, si son buenas o malas no es a mí a quién corresponde evaluarlo. Si a mi no me interesa, si me hace daño se habla… y si no se puede hablar… «tal día hará una año».
Y creanme, la paz es inmensa. Aunque no siempre lo consigo, estoy en ese camino.
Lo que tengo claras son dos cosas:
Mitificar a alguien implica ponerme a mi por debajo; y eso sí, se ha acabado.
Generalmente quien te acusa de algo, peca del mismo defecto multiplicado por mil.
Y a los que quieran seguir andando a mi altura, haremos una bella excursión, aunque a menudo nos podamos encontrar piedras en el camino