Menú
Buscar

Enseñanzas de la vida

Dolor y alegría se entremezclan en un continúo ir y venir, miedo y agotamiento los acompañan, impulso ante los nuevos retos, agotamiento máximo, ganas de vivir la vida a tope, en su mayor expresión de júbilo, y al mismo tiempo algo de temor. Pero, sobre todo, ganas de saborear la vida, de bailarla y escalarla. De vivir cada rampa como una bella excursión entre flores y con el sol acariciando tu piel; en vez de vivir los desafíos que te plantea como una pared inexpugnable.

            Que las desgracias me pillen bailando…

            Que los reveses me pillen bien colocada para devolverlos con la mayor fuerza posible. Para hacer punto justo en antes de la perpendicular de la pista. Para hacer de la resiliencia mi bandera, mi espada, mi raqueta.

            En los últimos meses mi vida ha sido como una montaña rusa de emociones, en la que los loopings se suceden entre el gozo y el miedo… pero sobre todo con ganas de exprimir los regalos -merecidos- que vida me ha dado estos últimos tiempos… 

La vacante, ansiada, merecida, trabajada hasta la extenuación, más allá del límite de mis fuerzas. Contenta con el puesto, que me da la oportunidad de empezar un proyecto que, aunque es un bebé, hay que ayudarlo a crecer. Pero al mismo tiempo, herida, porque las trampas en el sistema son solo para pocos, los demás nos hemos de conformar con ser putos números que ni cuentan ni contarán para el sistema. Da igual lo que sepas, lo que aportes, lo que valgas; salvo que, claro, tengas padrinos.

No obstante, mi filosofía de lucha me impulsa a renunciar a la lucha, a dar lo mejor de mí en el nuevo puesto, sin dejar pasar que lo que valgo es bastante más de lo que admiten. 

No obstante, mi mayor lucha, mi mayor desafío, lo que me lastra y me impulsa a seguir, lo que me ata al suelo, y al mismo tiempo me da fuerzas para vivir es amar loca y rabiosamente a la vida, amar trabajar, amar como amo, amar como siento y como hago, amar siempre el amanecer, pero también a cuando el sol se esconde y hace frío. Amar la soledad, y amar las decepciones y el motor que supone sufrirlas. Amar la amistad porque es una de las guías de mi vida, lo que marca mis decisiones más importantes, porque la amistad es uno de los valores esenciales.

Todo lo que regula mi forma de amar y vivir, y aunque parezca contradictorio es el dolor. Ya no solo el dolor físico, sino el miedo y la inseguridad que han venido de la mano de la enfermedad y sus secuelas y complicaciones. Miedo a despegarme de la zona de confort por una sensación de impotencia adquirida por creencias limitantes, si; pero a menudo la impotencia es funcional, real. Últimamente el dolor real y el espiritual se entremezcla en una espiral interminable. Y mi cuerpo intenta incansable convencer a mi mente de que no llego a todo, de que no puedo, que no soy capaz…

Pero, ¿sabéis?, que lo malo me pille bailando, que el dolor me pille cantando y que el único límite sean las estrellas. Hacer de la dificultad virtud siempre ha sido mi canto a la libertad.

Por eso hay que celebrar la vida, siempre. Hacer de un hito doloroso, una ofrenda a la vida sin mayor limitación que la que te viene impuesta desde fuera y, además estás dispuesta a aceptar. 

El pasado 9 de abril, y tras dos años de pandemia, por fin, pude celebrar con la “gente de mi vida”, con la “familia que se elige”, con lo que me conecta con la vida y lo que supone tener la energía sobrada para subir hacia las estrellas y no estrellarme después. 

Fue uno de los días más bellos de mi vida, un día vitamina, un día donde me creí capaz de todo, porque todos estaban allí, alguien faltó, si, pero todos los que estaban eran de verdad, nadie hubo por “compromiso”, ni tampoco porque “ya que invito a fulanita…”, no, aquella fiesta fue una ofrenda de alegría, donde todos lo dieron todo… y que, aunque pensé que solo iba a celebrar una vez, creo que voy a repetir, porque la vida merece ser vivida celebrando con tu tribu, con tus muchas pequeñas tribus que se hacen una sola a tu lado para entregarse enteros.

Y porque a cada uno de los que estuvieron invitados le tengo que dar gracias cada día; pero en la cotidiano se pierde lo bello a veces, por enseñarme a que la vida merece ser vivida con la mayor alegría. 

Y es que, este es el mensaje que os quería dar. 

Para todos es más sencillo dejarse arrastrar por la pena, dejar que el dolor nos arrastre y nos de permiso para poner pretextos para no seguir avanzando, para tener una excusa para sentarnos cómodamente en el sillón conformándonos con lo que tenemos. Que la desidia de lo cotidiano, el miedo a perder pie, y las pequeñas -o grandes- piedras que, seguro, van a aparecer en nuestro camino; no son sino motores para seguir creciendo, para saltar más alto, para cambiar de rumbo, para amar la vida siempre.

¿Es fácil? Juro que no, que es difícil, mucho, y a veces no te ves con fuerzas para llevarlo a cabo, para atreverte. Pero con el milímetro de fuerzas que siempre nos quedan, no la perdamos en lamentarnos, sino en seguir hacia delante, para amar, para respirar vida. Para soñar. 

Porque lamentarse es fácil, pero no es productivo, no ama, es egoísta, aunque natural y humano. 

Hace unos días, en mi Instagram subia un stories, con la frase de la “Vecina rubia” que decía “El problema de ayudar mucho a la gente es que el día en que no puedes hacerlo, la mala eres tú”. Bien, no sabía si no tenía nada de razón porque mi espíritu se rebela; o por el contrario le daba la razón porque a que negar que me he sentido así alguna vez. Curiosamente, pregunté si estaban de acuerdo con ella, y todos los que contestaron fue para decir que sí.

Mi sangre, mi cabeza, mis convicciones muchas veces peregrinas, me dicen que pese a todo hay que seguir ayudando, amando y sonriendo sin descanso, porque solo así avanzas (tu), haciendo de lo malo algo bueno, aunque cueste más esfuerzo, aunque a veces se te haga cuesta arriba; es como una inversión a largo plazo, si tienes paciencia compensa.

Así que, que si vienen desgracias que me pillen bailando, y luchando por aquello en lo que creo.