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RELATO DE UN OLOR INOLVIDABLE

Ella lo miró. En sus ojos se reflejaba el miedo, mezclado con la mayor ilusión de su vida; iban a volver a verlo. En aquella casa, con aquel olor rancio, y a polvo. Un olor que sus pituitarias habían retenido con total fidelidad.

Él, que también estaba nervioso, le respondió sin hablar. Tranquila, todo va a ir bien, le dijo en silencio. Va a ser para nosotros, esta vez sí.

Aquella mirada fue la que le dio las fuerzas para, junto a él, dar el primer paso. Y el otro, y el otro… hacia aquella casa triste, rodeada de hierbajos y cemento viejo, con los postigos desvencijados. Todo aquello le estremeció y se dijo a sí misma vamos a sacarlo de allí; seguro.

Todo les era amigable, pero a la vez triste; como los raquíticos árboles que circundaban aquel recinto, aparentemente abierto, pero absolutamente hermético.

Ella se dirigió junto a él, a la puerta por la que ya habían entrado dos veces anteriormente. No hacía mucho, decían todos; para ellos, un siglo dolorosamente lento… pero una voz firme la alcanzó en la puerta, en aquel idioma que a ella le resultaba tan turbador; por ahí ya no es, venga, sígame…

¿Por qué? Ella quiso apartar los malos pensamientos sobre por qué había que cambiar de lugar, pero al ver también el miedo en los ojos de él, se cogieron aún con más fuerza de la mano, hasta casi hacerse daño. Porque necesitaban tirar el uno del otro…

Pero cuando subieron una desvencijada escalera, por la cual salía un extractor de humos que olía a gas y a leche, y a polvo, a patatas y arenque, a té y a tantas cosas familiares para ellos… al sentir de nuevo aquel extraño olor… que tan amenazante y peligroso les pareció la primera vez, supieron que ahora les indicaba el buen camino…

Entraron a una habitación grande pero atestada de muebles desparejados, mesas y sillas de la II Guerra Mundial por lo menos, llenas de pilas de papeles con  su escudo impreso por todas partes, y se miraron alarmados. De pronto vieron a aquella mujer en cuyos fríos ojos azules se advertía no obstante un gran corazón, y una señal de reconocimiento mutuo les tranquilizó un poco, porque sonrió, y les dijo en ese idioma logrando que pareciese cálido, que esperasen un momento.

Segundos, minutos, pocos, aquella mujer con ayuda de un traductor, les explicó que durante aquellos meses todo había ido bien, que ahora venia, que no había de qué preocuparse. Cuando ella la miró, supo que la mujer la entendía… que sabía lo que ella sentía, que no le importaba nada más excepto que aquella puerta se abriese. El resto del mundo, podía irse al carajo.

Y por fin lo hizo; la puerta se abrió y él les vio, ellos lo vieron, y él sonrió, con una sonrisa que ella no iba a olvidar jamás. Y balbució su nombre. Les dejaron abrazarlo, y tocarlo, y conversar con él. Fueron los más felices del mundo, ellos y él…

Exactamente 59 minutos después, el hombre dijo que era hora de marcharse y una mujer llegó en su busca para llevárselo de nuevo, sin sonrisas esta vez.

La mirada de tristeza  y de abandono que él les dirigió, se le clavó a ella en el alma. Le habían traicionado otra vez.

Traigan los papeles y todo lo que les hemos solicitado, éste es el trato; entonces se lo daremos, dijo la que parecía la jefa de aquellas mujeres.

Hasta aquel hombre al que ellos consideraban amigo la miraba con veneración y respeto. Ella dijo revolviéndose que aquello no era una puta transacción. Pero no le tradujeron; les daba miedo. Pero a ella no, y salió airadamente de aquella casa, de aquel olor que ahora se le antojaba nauseabundo.

Noventa y seis largas horas, cuyos minutos y segundos la torturaban más que mil agujas. Un juicio, papeleos, compras y ventas de mercancía, conversaciones que no entendía y papeleo, papeleo, papeleo. Paseos por la orilla de un rio enorme y con olor a acequia… y por calles que fotografiaban sin saber por qué. Ella las quería olvidar, él opinaba que todo formaba parte de aquello.

Ella no hubiera sobrevivido sin él a aquellos días. Él parecía sereno, aunque estaba tan impaciente como ella. Pero le hacía sonreír cuando la melancolía la dominaba.

Pero noventa y siete horas más tarde, tras un viaje en un Subaru supuestamente nuevo pero ya baqueteado por aquellas infaustas carreteras, volvían a subir aquellas escaleras, y tras un intercambio de papeles; tenso, como todo lo burocrático para aquellas personas tan frías, mientras ella daba más y más vueltas como una leona enjaulada, de nuevo esperaban. Envueltos en aquel aroma cuyas pituitarias no sabían si decirle que vomitara, o que inspirara más fuerte, para guardar aquel olor en el recuerdo.

De pronto le cogieron la gran bolsa que llevaba y las mujeres que gobernaban en aquel lugar empezaron a sacarlo todo y a dar rápidas instrucciones al hombre que les había acompañado y a la traductora.

Escupían órdenes como una ametralladora, ella no era capaz de asimilarlas, pero lo hizo a la fuerza, si no es así no te lo llevas, le espetaron las mujeres. Y ella asintió.

Tras ese pequeño gesto, de pronto todo cambió. La gran directora firmó los papeles, y al instante se abrió aquella maldita puerta que se empeñaban en cerrar siempre, y junto aquel olor tan extraño que les golpeó llego otra mujer, la de los ojos dulces, y con delicadeza lo dejó en  el suelo y les dijo a ellos, que permanecían cogidos de la mano,

Aquí está, es vuestro, vuestro hijo.

Y  se echaron a llorar. Ella lo cogió entre sus brazos, a su Hijo, mientras él no la soltaba.  Ahora eran tres; ahora y para siempre.

Ignat estaba con ellos, su bebé, para siempre. Y para siempre en sus narinas ese olor acompañaría ese momento.